Por: Horacio Cárcamo Álvarez
Cada generación busca un hecho, acontecimiento social, cultural o político que le permita identificarse en el tiempo. Esas categorías cumplen una especie de referente que levita en el subconsciente individual y como si se tratara de una impronta terminan marcando para siempre al comportamiento de los hombres.
A nosotros nos correspondió vivir nuestra niñez en la década del 60 y la juventud en la del 70. En esos dos períodos el mundo se mantuvo en constante movimiento y una cantidad de ocurrencias fueron especialmente importantes porque involucraban a los jóvenes como actor social protagonistas de una reacción urbana en la que se demandaban cambios. Hechos políticos como la revolución Cubana, el mayo francés, la revolución cultural en China, la primavera de Praga, el movimiento por los derechos civiles en estados Unidos, para anotar algunos, fueron materia prima en nuestro proceso cognitivo. Todas estas revueltas a pesar de no estar interrelacionadas tenían en común la protesta juvenil; a Los jóvenes en las calles exigiendo sistemas políticos decentes, solidarios, comprometidos con la defensa del ser humano, el medio ambiente y la paz.
El movimiento hippie se volvió vocero de una contracultura antibelicista, ambientalista y antimaterial con mensajes de amor para los pueblos, y La canción social se convirtió en instrumento de lucha de la clase media universitaria y del obrerismo que encontraron en la poesía de sus trovadores el discurso más contundente para enfrentar las tiranías que atropellaban desde el poder. Esa música y el vallenato de aquella época que olía a primavera y a muñiga en corral nos tatuaron.
En aquellos tiempos Magangué era como el Macondo del coronel Aureliano Buendía; muchas cosas no tenían nombre y había que señalarlas con el dedo o asociarlas con personas; así sucedía con las calles, se les reconocía por personajes. Entonces lo que hoy se denomina calle 16 en nuestro tiempo era la calle del doctor Blanco. Los puntos de referencia para toda la calle fueron el colegio de la seño Cloti, la esquina de Blanca Romero, la de Perencho y la de la niña Chica, la loma de la Clínica Magdalena y la plaza del cachaco Luís. Si algún tarado aún así no daba con la dirección entonces podía preguntar por la calle del vampi o del hipódromo, bautizada de esta manera por la manada de burros de dos patas que la habitaban.
Como no había nintendo ni maquinitas nos divertíamos con los juegos de calle. La lleva, la pana, cuatro-ocho-doce y el escondido eran los preferidos, aunque también hacíamos parodias a los rezos de Leovigildo Campo, famosos en los velorios, y audiencia para escuchar las charadas de Yadira Alarcón.
A mi generación no solo le quedo impresa la huella indeleble del movimiento social, cultural y político que sacudió al mundo en las décadas de los 60 y 70, también está la de las caraqueñas, esa avena del más sofisticado gourmet que acompañábamos con un suculento buñuelo en el mercado Baracoa, los fresco de la niña Rafa en la esquina de la Logia y los pudines en el restaurante de los chinos. Eran tiempos en que Magangué no servía de madriguera a criminales de todo pelaje y nos pertenecía a todos porque no tenía dueño.
Cada generación busca un hecho, acontecimiento social, cultural o político que le permita identificarse en el tiempo. Esas categorías cumplen una especie de referente que levita en el subconsciente individual y como si se tratara de una impronta terminan marcando para siempre al comportamiento de los hombres.
A nosotros nos correspondió vivir nuestra niñez en la década del 60 y la juventud en la del 70. En esos dos períodos el mundo se mantuvo en constante movimiento y una cantidad de ocurrencias fueron especialmente importantes porque involucraban a los jóvenes como actor social protagonistas de una reacción urbana en la que se demandaban cambios. Hechos políticos como la revolución Cubana, el mayo francés, la revolución cultural en China, la primavera de Praga, el movimiento por los derechos civiles en estados Unidos, para anotar algunos, fueron materia prima en nuestro proceso cognitivo. Todas estas revueltas a pesar de no estar interrelacionadas tenían en común la protesta juvenil; a Los jóvenes en las calles exigiendo sistemas políticos decentes, solidarios, comprometidos con la defensa del ser humano, el medio ambiente y la paz.
El movimiento hippie se volvió vocero de una contracultura antibelicista, ambientalista y antimaterial con mensajes de amor para los pueblos, y La canción social se convirtió en instrumento de lucha de la clase media universitaria y del obrerismo que encontraron en la poesía de sus trovadores el discurso más contundente para enfrentar las tiranías que atropellaban desde el poder. Esa música y el vallenato de aquella época que olía a primavera y a muñiga en corral nos tatuaron.
En aquellos tiempos Magangué era como el Macondo del coronel Aureliano Buendía; muchas cosas no tenían nombre y había que señalarlas con el dedo o asociarlas con personas; así sucedía con las calles, se les reconocía por personajes. Entonces lo que hoy se denomina calle 16 en nuestro tiempo era la calle del doctor Blanco. Los puntos de referencia para toda la calle fueron el colegio de la seño Cloti, la esquina de Blanca Romero, la de Perencho y la de la niña Chica, la loma de la Clínica Magdalena y la plaza del cachaco Luís. Si algún tarado aún así no daba con la dirección entonces podía preguntar por la calle del vampi o del hipódromo, bautizada de esta manera por la manada de burros de dos patas que la habitaban.
Como no había nintendo ni maquinitas nos divertíamos con los juegos de calle. La lleva, la pana, cuatro-ocho-doce y el escondido eran los preferidos, aunque también hacíamos parodias a los rezos de Leovigildo Campo, famosos en los velorios, y audiencia para escuchar las charadas de Yadira Alarcón.
A mi generación no solo le quedo impresa la huella indeleble del movimiento social, cultural y político que sacudió al mundo en las décadas de los 60 y 70, también está la de las caraqueñas, esa avena del más sofisticado gourmet que acompañábamos con un suculento buñuelo en el mercado Baracoa, los fresco de la niña Rafa en la esquina de la Logia y los pudines en el restaurante de los chinos. Eran tiempos en que Magangué no servía de madriguera a criminales de todo pelaje y nos pertenecía a todos porque no tenía dueño.
Hola Lacho, finalmente acogiste la idea de publicar tus escritos en un sitio propio, te felicito por tu aporte a nuestra comunidad. Ojala tus ideas logren moldear, sino a nuestros contemporaneos, por lo menos a nuestros "Nuevos Ciudadanos"
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