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lunes, 2 de mayo de 2011

Nostalgia Festivalera



Por: Horacio Cárcamo Álvarez
No era posible que yo llegara ser importante, y así sucedió. Desde muy temprana edad me incline por la vida idealista y parrandera, digo, para justificarlo, que eso pudo ser el resultado del ambiente de alegría que se vivía en mi hogar. Mi padre acostumbraba presentarse en cualquier momento acompañado del “mono” Guzmán con caja, guacharaca y acordeones.
Mi mamá era la mejor compinche; solita era una fiesta de pueblo, nadie la vencía bailando o cantando voz en cuello un paseo de Alfredo Gutiérrez; era adicta a la gente. Hasta el último día de su vida le fascino la casa llena de amigos (a), de todas las condiciones sociales y económicas, para quienes el afecto y cariño era el mismo. Por su cuenta mi casa en esa primera infancia de mi vida era un fandango: estrepitosa, colorida como pollera de cumbiambera, alegre y hospitalaria. No nos sobraban las cosas pero tampoco nos falto nada. El viejo, a pesar de carecer de riqueza material tuvo la fortuna de tener los mejores amigos.
Entre ellos había de todo como en botica; para cantar rancheras los mejores eran Salvador Ruz y el mono Lacho, como le decían a mi Papá; organizando una parranda, don Nery Rodríguez y Otto De La Parra; el viejo Emiro Arrieta imprimía confianza y disposición; tío Salome dicharachero y entusiasta; Manolillo la formalidad y rigor plasmado en fotografías; Lucho Albarino amenizaba con acordeón terciado a los hombros y canciones de Alejo sin faltar, por supuesto, la pollera colo-rá; y por último, Félix, el sabio.
Si, el profesor Viloria; a él le correspondía en medio del humo de los tabacos, la algarabía de los cantos y el ruido de los fuelles de acordeones discernir sobre historia y literatura. El gran maestro de Magangué también participaba de esos jolgorios costumbristas, que podían suceder en la sala de nuestra casa, en una finca o en cualquier fiesta con toros que se atravesaba en algún pueblo de los que ellos acostumbraban visitar con su berroche.
Con esa cacorraita, como dice Rafi Cohen, de antecedente siendo un mozalbete llegue a estudiar a Cartagena, y como al que le van a dar le guardan, en el colegio Sampedro Claver me conocí con Jairo Cárdenas y Jacobo Llanos. Cárdenas representante de la crema y nata de la ciudad sorprendía por el hechizo con las canciones de los hermanos Zuletas y Llanos, un paisano vecino de Buenavista, las cantaba con el alma y nos transportaba el olor a tierra mojada y la nostalgia de nuestros primeros amores conquistados con papelitos. De esos tiempos, en la tierra de Jacobo, rescato en el inventario de los recuerdos las serenatas a las monjas, que luego nos costaban cemento para el parque.
Los cantos de Escalona, personaje mitificado en Cien años de Soledad, y los de Adolfo Pacheco fueron marcando mi vida; ya no tenía dudas de la complacencia por la música de acordeón, y mi curiosidad era mayor por la gente de la antigua Provincia de Padilla a donde pude cosechar grandes amistades.
El tiempo de la universidad lo repartía entre discusiones políticas y folklóricas. En el primer caso el debate iba desde el determinismo del Marxismo hasta la revolución permanente del trotskismo. En el segundo el debate versaba sobre la discriminación de la música sabanera.
EL sentimiento que me producen los acordeones lo mitigo en el regocijo del festival con mis imperecederos amigos: Jike Cabas P y Anatolio Benavides. Ven porque no pude ser importante.

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