Por: Horacio Cárcamo Álvarez
El sábado que paso fue triste en Magangué. Por esas cosas macabras del destino, que cuando menos lo esperamos nos sorprende con hechos que desbordan nuestra imaginación, a unas familias les toco experimentar el más cruel de los dolores: la pérdida de un ser querido.
Separarnos para siempre de alguien a quien adoramos es inconsolable; la falta del ser querido sugiere desafíos a nuestra conciencia, que se activa con remordimientos, recuerdos y alegrías. Los primeros se marcan por lo que dejamos de hacer. Sus aguijones nos mantienen en vilo añorando el tiempo perdido que pudimos haber aprovechado en brindarle besos, abrazos y, sobre todo, compañía a esa persona que parte a la eternidad. Siempre habrá una razón para perturbamos, con culpa o sin ella.
Los pueblos conformes, van perdiendo la capacidad de sorprenderse. Con espasmosa claridad, sin inmutarse y de memoria saben lo que sucederá después de cada hecho. Pierden la capacidad de reaccionar y dejan de ser inteligentes, todo es indiferencia, todo es lo mismo; la democracia o la tiranía, el déspota o el humilde. Se vuelven victimas del miedo y auspiciadores de la corrupción.
La “Mándela Asiática”, Aung Suu Kyi, sostiene que no es el poder el que corrompe sino el miedo. “El miedo a perder el poder corrompe a los que lo tienen y el miedo al azote de quienes lo ostentan corrompe a quienes están sometidos”. Las sociedades esclavizadas por la fuerza fastidiosa del poder padecen doblemente por cuenta del miedo.
Padecen los miedos de quienes para conservar el control del Estado, sin temores ni recato, saltan todas las barreras éticas, morales y legales; y los propios, que la mantienen en el ostracismo, la pobreza y atada a la yunta. El miedo invade a los pueblos de la plaga del cinismo, la resignación y la insolidaridad.
Los pueblos atados al miedo no se desarrollan, sobreviven; la cotidianidad del día les anula el pensamiento y son insensibles frente al dolor y la alegría. Como estatuas quedan a la deriva y el tiempo termina por arruinarlos, y a la postre, se destruyen al ir perdiendo la viabilidad como sociedad y entidad territorial.
El sábado pasado la muerte llego altanera, furiosa, y devolvió al cielo a Lilieth y a Elizabeth Tapias; dos ángeles en la plenitud de la vida, que disfrutaban de los encantos de su edad. Dios en su infinita sabiduría resolvió encomendarles otros encargos mejores y sublimes. La partida de estas dos niñas, quienes con sus alitas cogieron la ruta del cielo deja un sufrimiento a sus padres, a la familia y a todos los Magangueleños.
El sábado pasado la noticia del trágico accidente nos estremeció a todos. No se necesitaba conocer a las víctimas para experimentar el sufrimiento que nos ocasionaba la muerte. Un silencio rotundo embargo a cada uno de los hogares de esta villa. Con las manos sobre la cabeza no se salía del asombro. Magangué toda era una mejilla por donde rodaban lágrimas de tristeza y dolencia; todos éramos padres, hermanos y familia de lilieth y Elizabeth.
Este pueblo aún siente, no es una estatua a la que el desgreño y el olvido arruinan. Los miedos no lo han vencido, y la solidaridad en el dolor le muestran el camino que lo harán viable como sociedad y municipio.
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