Por: Horacio Cárcamo Álvarez
La sanción de la ley de víctimas sin duda marca un punto bien alto en la historia del conflicto interno del país, y por las expectativas generadas esperamos sea el de partida hacia la reconciliación real de los colombianos.
El presidente Santos no disimuló la trascendencia del proyecto, hasta el punto, que personalmente se dirigió al Congreso de la República ha radicar lo que en aquel entonces era solamente un proyecto rescatado del naufragio político y enfrentado de nuevo a unas mayorías parlamentarias que ya lo habían abandonado en altamar. Con la certeza de quienes gobiernan para la posteridad, sin rodeo sentencio: “si esta ley se aprueba, habrá valido la pena ser presidente”.
La ley pone a prueba la sensibilidad de los colombianos. La crueldad de una guerra se puede medir en la cantidad de personas que la sufren, el grado de humanidad a la que llega una sociedad se puede medir en la generosidad con las víctimas, anotaba la revista Semana.
Nuestro conflicto es connatural a la conquista; la violencia y la fuerza fueron el argumento de penetración que utilizaron los españoles, quienes se apoderaron de las tierras de raizales a través del desplazamiento y el asesinato, victimizándolos en el nombre de Dios, o mejor, en nombre de la fe y con autorización divina del Vaticano.
El conflicto armado, cualquiera sea la orilla, crea un escenario de sufrimiento y dolor ante el cual el Estado y la sociedad no pueden ser indiferentes. Masacres, homicidios selectivos y desplazamientos de personas es la expresión más cruel de la guerra y tolerarla es la degradación fría de la sociedad.
La ley pone en la línea de prioridad a quienes, sin tener menos que ver, sufren más. A las víctimas: campesinos asesinados o desplazados para arrebatarles sus tierras o líderes sociales que se han rebelado contra el orden de discriminación y pobreza mediante el discurso, instrumento de la lucha democrática.
Hay una relación histórica entre la violencia y la tenencia de la tierra. Al respecto la Procuraduría General de la Nación ha dicho que entre 1.945 y 1.955 el 10 % de la población colombiana era desplazada; el país contaba con 18 millones de habitantes. En 1.997 el 72% de los desplazados tenían vínculos rurales, y el 13% de ellos habían vendido sus tierras por cuenta de la amenaza o el miedo.
Otros estudios indican que las zonas donde hay mayor concentración de la propiedad de la tierra se caracterizan, por ser asimismo, aquellas donde el crecimiento económico es menor, los salarios no son justos y la violencia es superior.
En las zonas de mayor concentración de la tierra el desplazamiento también es mayor, bien sea, por cuenta de terratenientes o narco paramilitares. Según datos del Incora estos últimos tienen el 42 % de las mejores tierras del país, y los pequeños propietarios aparecen solo con el 5.2%. Entre terratenientes y narco paramilitares tienen el 95% de las mejores tierras productivas del país.
La tierra es el motor del conflicto, por ello no resultara fácil para el gobierno reparar a cuatro millones de personas desarraigadas de sus territorios, y restituirles seis millones de hectáreas de tierras birladas por los señores de la guerra. El asesinato de líderes campesinos es un mensaje de quienes, Santos ha llamado la mano negra de izquierda y derecha.
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