Por: Horacio Cárcamo Álvarez
En una reciente entrevista a la revista Semana José Ugaz, el procurador Peruano del caso Fujimori-Montesino se refería, entre otras cosas, a las razones que facilitan el crecimiento, de lo que él denomina, “la gran corrupción”. Enunciaba entre las causas: la forma de vida, ausencia de condena moral, la alta dosis de responsabilidad de la sociedad civil, y la resignación pública.
Estas causas que son comunes en todos los estudios hechos al fenómeno de la corrupción tienen un componente transversal: la sociedad. Y no solo por ser ésta la que se beneficia con su ausencia o padece los rigores de su presencia, sino porque vista las cosas a partir de las causas enunciadas es la sociedad quien termina anidándola con su acción u omisión.
Si la corrupción se mira como una forma de vida jamás se percibirá la magnitud del daño, y siempre será normal ver funcionarios enriquecerse en tiempos cortos, pueblos empobrecerse, también en corto tiempo e instituciones desmoronases en poco tiempo. La sociedad en una subvaloración proferida a la finalidad de la existencia del Estado, en el mejor de los casos aboga para que quienes administran lo público hagan algo no importa que roben, y se convierte de esa manera en mendiga de sus propios derechos.
La resignación pública es una degradación de la dignidad individual y un atropello al decoro colectivo. Este hecho tiene como efecto inmediato la lumpenización del pueblo, quien luego de padecer el ultraje a sus derechos comienza a ver cómo le arrebatan el porvenir transitando por senderos que solo garantizan pobreza y miseria. En Colombia los efectos de “la gran corrupción” se evidencian en el trabajo informal, la mendicidad y la triste precariedad del ingreso familiar.
Las nuevas mafias del país son los carteles de la contratación. No es exagerado cuando el vicepresidente los considera tan peligrosos como sus pares del narcotráfico y la guerrilla. Tampoco es exagerado lo plateado por algunos tratadistas en el sentido de: que quienes se roban la plata del Estado destinada a salvar vidas como la de salud y jarrillones de protección deben responder no por peculado o cohecho sino por homicidio.
La criminalidad real ha damnificado la elección popular de alcaldes. De sus logros obtenidos se puede deducir que es un ensayo fracasado. Hasta Bogotá, en otrora, ejemplo para resaltar por la madurez política que se le reconocía y la cultura ciudadana colapso, el huracán Nule la devasto física y moralmente; y en el resto de municipios el panorama es peor. Y no lo es exactamente por una depresión económica que haya quebrado al sector empresarial, sino porque la plata del Estado que debía garantizar la dignidad humana, construir empleo y una sociedad justa se queda en los bolsillos de los nuevos “empresarios” criminales.
Hay herramientas para combatir “la gran corrupción”, pero ante todo se necesita de voluntad política; ejemplo significativo es lo que paso en Perú con Fujimori y Montesino, y lo que está pasando en Colombia. Más que normas se necesitan hombres resueltos a enfrentarla. Sin la voluntad del presidente Santo, el procurador Ordoñez, la fiscal Viviane Morales y la contralora Sandra Morelli nada estuviera pasando. Y como lo expresa el Panti en su caricatura de El Universal, solo van cinco: AIS, las pirámides, carruseles de la contratación en Bogotá, de la salud y las pensiones.
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